Polvillo de oro...
La vida es una aventura incomprensible, aunque a rachas acertemos a comprender una parte pequeña. Y hay que vivir esa aventura solos: nos traen a ella solos y solos nos morimos. Se nos podrá comprender; se nos podrá acompañar a trechos, pero, en el fondo, es mentira: estamos solos. ¿Cómo no vamos a aferrarnos al primero que se aproxime, a través de la palabra amor, o tribu, o hijo, o sentimiento? De todas, el sexo es l mejor garra para retener, el mejor ganche de abordaje. Ah, si yo hubiese logrado que el corazón y la cabeza fueran sexo también, que el alma, esa fondista insobornable, fuera sexo... Pero no es así, no puede ser: ahí está la maldición. Al sexo va un cuerpo sin cabeza, ni corazón, ni alma. Quien diga lo contrario no sabe qué es el sexo. A él va, a pecho descubierto, entero y verdadero, sólo el cuerpo, que es sexo y nada más. Ésta es la lección que yo aprendímuy tarde, y que me costó un solo segundo aprender: el que tardé en abrir mi cuerpo a su aprendizaje. Los cuerpos sí se disuelven, sí se alian; son islas
que se abordan y entretejen sus riberas. Y es todo bueno entonces, y se entiende todo, y el mundo llega al fin para el que fue creado, si es que lo fue... Pero el alma, no; el corazón, no; no la cabeza. Ellos son otra cosa: más altos, más sutiles. Qué ira y qué coraje tener que confesarlo: a ellos hay que conquistarlos con otra estrategia.
No sé con cuál. Ha habido momentos en que he estado tocándole el alma con los dedos, en que he sacado los dedos manchados con polvillo de oro, como el que una mariposa, de niños, nos dejaba antes de escapar o antes de morir. No sé con qué estrategia y, no obstante, creo que el zafarrancho de combate del sexo nos ayuda; deja todo manga por hombro, sin que se sepa de quién es esta camisa o este olor, pero ayuda. Estoy segura de que frenética complicidad no se extingue del todo; de que hay una forma de simpatía, una afinidad que, después del orgasmo, se prolonga, que nos prolonga...
Se puede despertar el deseo en otro ser, pero no la pasión. La momentánea, sí; pero la que es anterior y posterior a la embriaguez del sexo, no. Por eso la pasión está más cerca de la muerte que el deseo, cuando mezcla sin sentido la dicha y el dolor: un dolor que es dichoso porque emana de quien amamos y de su mano viene, aunque él no sea consciente de que nos lo causa, y sea precisamente eso lo que más nos duela.
Antonio Gala